Adán Buenosayres (fragmento)
Pero Zanetti lo miró a fondo.
—Yo no hablo de los muertos —refunfuñó—. ¡Qué me importan los muertos! Hablo de los vivos. Ahí está el cadáver, pudriéndose ya, ¿y qué hacen los vivos? Lo rodean de trapos, luces y flores. ¿Para qué? Para satisfacer su propia vanidad. ¡Los muertos!
Don José aventuró una media sonrisa.
—Es la costumbre —dijo—. Yo no me haría mala sangre por eso.
—¡Qué costumbre ni qué ocho cuartos! —objetó Zanetti—. ¡Yo les daría costumbres! —(El cobrador Zanetti prometía desterrar todas las costumbres, si durante veinticuatro horas le dejaban la Presidencia de la República.)
—Pero, amigo —le advirtió don José, riendo—. Así es la cosa. También a usted lo adornarán y saludarán cuando se vaya en su coche fúnebre, como usted adornó y saludó a los otros que se iban.
Al oír aquellas palabras no disimuló Zanetti su cólera.
- —¡Yo no me saco el sombrero ante los coches fúnebres! —rezongó—. ¡Es un prejuicio burgués! —(El cobrador Zanetti no se quitaba el sombrero delante de las iglesias ni de los coches fúnebres; pero se descubría con unción al pasar frente a los conventillos, los nosocomios y las penitenciarías. Encarnizado enemigo de toda superstición, Zanetti derramaba la sal adrede, quebraba espejitos, apaleaba gatos negros y comía Parrilladas en Viernes Santo.)
- —¡Bueno! —repuso don José bastante divertido—. Pero cuando me lo vean a usted hecho fiambre, ya me lo acondicionarán con luces y florcitas. Y usted no podrá decir que no.
Una sonrisa, la primera de la noche, iluminó el semblante agrio del cobrador Zanetti.
—¡Se van a quedar con dos palmos de narices! —dijo en un arranque de alegría perversa.
—¿Y por qué?
—Ya hice mi testamento —rió Zanetti—. Cedí mi cuerpo a la Sociedad pro Incineración de Cadáveres. ¡Ah, no, conmigo no van a jugar! Lo tengo todo arreglado: un furgón sin cruz ni flores ni nada, ¡y al crematorio!
Pero Zanetti lo miró a fondo.
—Yo no hablo de los muertos —refunfuñó—. ¡Qué me importan los muertos! Hablo de los vivos. Ahí está el cadáver, pudriéndose ya, ¿y qué hacen los vivos? Lo rodean de trapos, luces y flores. ¿Para qué? Para satisfacer su propia vanidad. ¡Los muertos!
Don José aventuró una media sonrisa.
—Es la costumbre —dijo—. Yo no me haría mala sangre por eso.
—¡Qué costumbre ni qué ocho cuartos! —objetó Zanetti—. ¡Yo les daría costumbres! —(El cobrador Zanetti prometía desterrar todas las costumbres, si durante veinticuatro horas le dejaban la Presidencia de la República.)
—Pero, amigo —le advirtió don José, riendo—. Así es la cosa. También a usted lo adornarán y saludarán cuando se vaya en su coche fúnebre, como usted adornó y saludó a los otros que se iban.
Al oír aquellas palabras no disimuló Zanetti su cólera.
- —¡Yo no me saco el sombrero ante los coches fúnebres! —rezongó—. ¡Es un prejuicio burgués! —(El cobrador Zanetti no se quitaba el sombrero delante de las iglesias ni de los coches fúnebres; pero se descubría con unción al pasar frente a los conventillos, los nosocomios y las penitenciarías. Encarnizado enemigo de toda superstición, Zanetti derramaba la sal adrede, quebraba espejitos, apaleaba gatos negros y comía Parrilladas en Viernes Santo.)
- —¡Bueno! —repuso don José bastante divertido—. Pero cuando me lo vean a usted hecho fiambre, ya me lo acondicionarán con luces y florcitas. Y usted no podrá decir que no.
Una sonrisa, la primera de la noche, iluminó el semblante agrio del cobrador Zanetti.
—¡Se van a quedar con dos palmos de narices! —dijo en un arranque de alegría perversa.
—¿Y por qué?
—Ya hice mi testamento —rió Zanetti—. Cedí mi cuerpo a la Sociedad pro Incineración de Cadáveres. ¡Ah, no, conmigo no van a jugar! Lo tengo todo arreglado: un furgón sin cruz ni flores ni nada, ¡y al crematorio!
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