24.1.07

denevi

ceremonia secreta (fragmento)
Atravesar la plaza le acarreó dos disgustos. El primero: aquella pareja. ¿Cómo es posible tener deseos de abrazarse y de besarse en una plaza, a las ocho de la mañana? Pasó frente a ese triste espectáculo haciendo como que no lo veía. Pero oyó. Oyó la risa de la mujer. La señorita Leonides apretó los labios. Arrastrada. Arrastrada. Arrastradarrastradarrastrada.
El segundo disgusto: los muchachones. No hay, en todo el universo de galaxias y nebulosas, nada tan temible como una horda de muchachones. No se sabe cómo se forman, de dónde provienen, pero allí están más unidos que los bulbos de una raíz, enredados en un intrincamiento de palabrotas y ademanes obscenos, adheridos unos a otros hasta formar una sola masa coralígena. Mírenlos. Se saludan a zarpazos. Casi no hablan. Se entienden con risitas, con guiños, con fórmulas en clave. Adoptan un aire sigiloso y taimado como si estuvieran tramando quién sabe qué complot. Y si una mujer pasa junto a ellos, todos la miran, ya torvamente, ya con arrogancia, como si le conocieran algún secreto y la amenazaran con divulgarlo. Pero nunca son más feroces que cuando están instalados en sus esquinas como en un aduar. Hay que ser mujer y atravesar ese campo minado para saber lo que es el ludibrio y el vejamen del sexo. Créanle a la señorita Leonides.