25.2.08

+auster

La invención de la soledad (fragmento)

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia.

Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.

20.2.08

marechal

Adán Buenosayres (fragmento)

Pero Zanetti lo miró a fondo.
—Yo no hablo de los muertos —refunfuñó—. ¡Qué me importan los muertos! Hablo de los vivos. Ahí está el cadáver, pudriéndose ya, ¿y qué hacen los vivos? Lo rodean de trapos, luces y flores. ¿Para qué? Para satisfacer su propia vanidad. ¡Los muertos!
Don José aventuró una media sonrisa.
—Es la costumbre —dijo—. Yo no me haría mala sangre por eso.
—¡Qué costumbre ni qué ocho cuartos! —objetó Zanetti—. ¡Yo les daría costumbres! —(El cobrador Zanetti prometía desterrar todas las costumbres, si durante veinticuatro horas le dejaban la Presidencia de la República.)
—Pero, amigo —le advirtió don José, riendo—. Así es la cosa. También a usted lo adornarán y saludarán cuando se vaya en su coche fúnebre, como usted adornó y saludó a los otros que se iban.
Al oír aquellas palabras no disimuló Zanetti su cólera.
- —¡Yo no me saco el sombrero ante los coches fúnebres! —rezongó—. ¡Es un prejuicio burgués! —(El cobrador Zanetti no se quitaba el sombrero delante de las iglesias ni de los coches fúnebres; pero se descubría con unción al pasar frente a los conventillos, los nosocomios y las penitenciarías. Encarnizado enemigo de toda superstición, Zanetti derramaba la sal adrede, quebraba espejitos, apaleaba gatos negros y comía Parrilladas en Viernes Santo.)
- —¡Bueno! —repuso don José bastante divertido—. Pero cuando me lo vean a usted hecho fiambre, ya me lo acondicionarán con luces y florcitas. Y usted no podrá decir que no.
Una sonrisa, la primera de la noche, iluminó el semblante agrio del cobrador Zanetti.
—¡Se van a quedar con dos palmos de narices! —dijo en un arranque de alegría perversa.
—¿Y por qué?
—Ya hice mi testamento —rió Zanetti—. Cedí mi cuerpo a la Sociedad pro Incineración de Cadáveres. ¡Ah, no, conmigo no van a jugar! Lo tengo todo arreglado: un furgón sin cruz ni flores ni nada, ¡y al crematorio!

13.2.08

kerouac

En el camino (fragmento)

Deseé estar en el mismo autobús que ella. Sentí una punzada en el corazón como me sucede siempre que veo a una chica que me gusta y que va en dirección opuesta a la mía por este enorme mundo. Los altavoces anunciaron la salida del autobús para LA. Cogí mi saco y subí y ¿quién se dirían que estaba allí? Nada menos que la chica mexicana. Me instalé en el asiento opuesto al suyo y empecé a hacer planes. Estaba tan solo, tan triste, tan cansado, tan tembloroso y tan hundido, que tuve que reunir todo mi valor para abordar a la desconocida y actuar. Pero pasé cinco minutos golpeándome los muslos en la oscuridad antes de atreverme mientras el autobús rodaba carretera adelante.
¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo o te morirás! ¡Venga, maldito idiota, habla con ella! ¿Qué coño te pasa? ¿Es que todavía no estás lo suficientemente cansado de andar por ahí solo? Y antes de darme cuenta de lo que hacía, me incliné a través del pasillo hacia ella (estaba intentando dormir en su asiento) y le dije:
—Señorita, ¿no querría usar mi impermeable de almohada?
Me miró sonriendo y dijo:
—No, muchísimas gracias.
Me eché hacia atrás temblando; encendí una colilla. Esperé hasta que me miró con una deliciosa mirada de reojo triste y amable, y me enderecé inclinándome luego hacia ella.
—¿Podría sentarme a su lado, señorita?
—Si usted quiere.